En los primeros años de la década de los 70 del siglo XX, la sociedad española comenzaba a respirar tímidamente los nuevos aires que circulaban por el mundo lo que hizo que Madrid fuese perdiendo su imagen de gran pueblo y los madrileños su tierno aroma provinciano. Gentes de otros países acudían al nuestro en busca de la calidez de un clima que no disfrutaban en sus lugares de origen.
Los turistas traían nuevas costumbres y formas de vida más modernas. La censura ya no era tan dura por lo que la información a pesar de seguir estando manipulada era algo más abierta. Fue el tiempo de la minifalda, la locura por los Beatles y el twist en los guateques.
En barrios céntricos de Madrid existían pensiones para gente joven, estudiantes en su mayoría, pero también para aquellos que disfrutaban ya de su primer empleo. En este lugar la patrona como se la llamaba entonces alquilaba habitaciones por un módico precio que incluía limpieza de la habitación así como el lavado y planchado de ropa. Las comidas se hacían en bares restaurantes próximos y conocidos.
Muchas familias de provincias enviaban a sus hijos a la ciudad para estudiar la carrera elegida. Una vez terminada era normal que decidiesen instalarse en la ciudad ante la posibilidad de encontrar trabajo con más facilidad que en sus pueblos o ciudades.
En una de estas pensiones cerca de Atocha… Él está tumbado en la cama, ya son más de las 12 de la noche; mato la tarde después del trabajo tomando copas con unos amigos, y ahora en la soledad de su pequeño hogar saca del armario una botella de coñac mientras se dispone a continuar con la lectura de “Los cipreses creen en Dios” de Gironella. Las horas van pasando y las páginas se beben al compás de la botella, que ya de madrugada está medio vacía. Sin darse cuenta se queda dormido y el libro al caer de sus manos se estrella contra el suelo.
El sonido del despertador le recuerda que tiene que ir al colegio donde trabaja desde hace un año. Está agotado, aunque sabe que con una ducha y un café estará de nuevo en forma. Con el tiempo justo se levanta, media hora más tarde ya está en camino.
Hoy es un día especial, ha quedado con su novia, hace un mes que no se ven. Ella estuvo en París con su padre aprovechando un viaje de negocios de él. Mientras los niños en clase hacen lectura silenciosa, el comienza a recordar su pelo negro y brillante, su cara sin maquillaje, su sencillez vistiendo. Le gusta así, guapa pero sin llamar la atención, solo para él.
Las horas se hacen eternas, pero como todo, el fin de ese día de trabajo llega también. Aún era temprano para la cita, así que le daba tiempo a hacer algo que hacía todas las tardes: tomarse por lo menos un par de cubatas antes de las cervezas de la noche.
Él ha quedado en recogerla en el portal de su casa a las ocho. Con tiempo suficiente sale del bar y se dirige hacia allí caminando. A la hora convenida ya está frente a su casa; levanta la cabeza, mira hacía el tercer piso y la ve en la ventana. Le tira un beso, ella sonríe y dice:
– termino de vestirme y bajo en diez minutos.
-Vale, te espero en la cafetería de siempre. No tardes.
No fueron diez minutos, sino algunos más. Dos cervezas después, mientras miraba hacia la calle, vio acercarse a una chica despampanante. Llevaba un abrigo largo abierto que dejaba entrever una minifalda y unas botas que alargaban considerablemente sus piernas. Los ojos hábilmente maquillados, resaltaban la tersura de su piel y el brillo de sus labios.
Ella le miro, él la miro, y freno con un golpe seco el beso que ella iba a darle.
– Pero… eres tú? ¿qué haces disfrazada así.? No quiero ni decirte lo que pareces. ¿Para esto te ha servido el mes en París con tu papa? Para esto y seguro que para algunas cosas más.
– Pero ¿Qué dices? ¿Te encuentras bien?… Me gusta cómo voy vestida y creía que a ti también te gustaría.
– Estas en un error, yo quiero a mi novia de antes, así que elige: o te quitas esa ropa y te lavas la cara, o no me vuelves a ver más. No quiero salir con una chica que viste sin respetarme a mí ni respetarse ella.
Los negros ojos de la joven empiezan a brillar, está llorando, por un momento duda y casi hace lo que él le pide; pero poco a poco su gesto se hace firme, saca un pañuelo del bolso, se seca las lágrimas y dice:
-Dejame en paz, soy yo la que no quiere verte más. No me llames, no me escribas. ¡Olvidame!. Dio media vuelta y se fue.
El fuerte puñetazo que él soltó en la barra del bar arrastro tras de sí unos vasos que se estrellaron contra el suelo. El camarero alarmado se le acerco pidiéndole por favor que se comportara. Él no le contesto, saco un billete de 1000 pesetas y se lo entregó diciéndole: “por las molestias…” y se encamino hacía la salida cerrando la puerta del establecimiento con un gran portazo.